REVOLUCIÓN AFUERA, REVOLUCIÓN ADENTRO
De cuando en
cuando recuerdo lo que dijo el gran Julio Cortázar refiriéndose a su
“descubrimiento del prójimo” tras la
experiencia de la revolución cubana. Según su propia confesión, había vivido
buena parte de su vida (nació en 1914) refugiado en sí mismo, buscando algo
impreciso, sin rostro, que sin embargo le exigía esfuerzos y le lanzaba a
distintas aventuras espirituales canalizadas a través de la literatura. Quizás
el punto álgido de esta situación lo encontremos en Horacio Oliveira, el
protagonista de Rayuela, publicada precisamente en 1963 cuando la revolución
cubana apenas veía luz. En algún momento de la novela, Oliveira corrige a otro
personaje diciendo (no es exacto, porque mi memoria tampoco lo es) que no es
que intente abandonar las cosas, sino más bien que ellas le abandonen a él.
Esto encuentra su correlato en el propio Cortázar, quien en una entrevista
comentó que su existencia antes del mencionado “descubrimiento del prójimo”
podía encerrarse en la frase “que me dejen en paz”. Era –parece- una especie de
soledad militante, no una mera situación de soledad en la que vivía el
escritor. Nunca dejó de buscar, y después de Rayuela nos dejó novelas y cuentos
memorables que dan fe de ello. Sin embargo, el horizonte de su búsqueda se
amplió considerablemente al abarcar al prójimo, y con esto, de no tener forma
ni rostro, se hizo cuerpo, sangre, palabra; se concretó en el otro, diríamos.
Pues bien, decía al principio que de cuando en cuando me pasa por la mente esta
experiencia de Cortázar porque es lo que constato en muchos de nosotros, no ya
por una realidad foránea (que no importaría nada que así fuera) sino por lo que
sucede en nuestro propio país y de lo cual tenemos que sentirnos actores, sujetos
activos, protagonistas. Muchos nos estamos redescubriendo a la par que todo el
país se está redescubriendo, muchos nos hemos visto por primera vez cuando
antes, a pesar de estar años en proximidad física, éramos mutuamente ciegos.
Antes de 1998 y en términos generales, mi generación (tengo 37 años) parecía
habitar un limbo de comodidad, desinterés y hasta de estupidez. La sociedad
tonta y adolescente llegaba a su apogeo y viendo las cosas en perspectiva es como
si nada hubiese sucedido en aquellos años, a no ser estafas, triquiñuelas
“verdiblancas” y muchas rumbas bañadas de whiskycito. Ahora las cosas son
considerablemente diferentes: vivimos un proceso que nos viene sacudiendo sin
tregua, exigiéndonos saltar de nuestros espacios de comodidad hacia la
participación y la construcción. El venezolano pendejo, vacío, sin sustancia,
se está transformando lentamente en alguien que lee, estudia, discute, reflexiona y actúa. No obstante, es una
fantasía estéril que creamos que las viejas prácticas, las antiguas actitudes,
los viejos hábitos han sido superados. No es así. En Venezuela todavía está muy
arraigada lo que podríamos llamar la “cultura de la imagen” y la “cultura del
adolescente con billete”. Esto entre otras muchas cosas, pero esas dos me
parecen fundamentales. Para la cultura de la imagen es prioritario el tener antes que el ser; el valor personal se establece según lo que se haya acumulado,
el éxito se mide por los logros objetivos, externos, asociados principalmente
con lo material y con cierta “estética” de lo material, es decir, con la moda.
Para esta cultura lo imprescindible es hacer ostentación, ya que de lo
contrario se sufre una precariedad ontológica: “no tengo, no existo”. En un
proceso sociopolítico y económico que avanza hacia el socialismo, constatamos
cotidianamente la más radical voracidad consumista, a la par que Estados
Unidos. Quizás no sea lo más feliz recurrir a anécdotas personales, pero debo
decir que he conocido a muchos “revolucionarios” cuyo non plus ultra de felicidad es poder comprarse una camioneta último
modelo y llenarse el pescuezo de joyas. Se atragantan con discursos
socialistas, pero parecen unos oligofrénicos frente al último modelo de
teléfono celular, un yate o un vasito de escocés. En sí mismas -quizás sobre
decirlo-, estas cosas no son necesariamente productos del infierno, pero la
excesiva atención a ellas como expresión de la realización personal, más aún en
supuestos revolucionarios, lo considero abyecto. Todo “revolucionario” que se
haya enriquecido notablemente o que busque hacerlo debe ser denunciado,
desplazado y condenado. Aquí no puede haber intocables y debemos ser todavía
más severos con los funcionarios del gobierno, quienes deben ser ejemplo de
congruencia y moralidad revolucionaria.
En relación a la
“cultura del adolescente con billete”, seguimos en el plan de no asumir
responsabilidad por nuestras acciones, demandar cosas que nosotros mismos
deberíamos gestionar (con la ayuda u orientación del Estado, claro está) y de
irrespetar la convivencia ciudadana a pesar de los logros alcanzados, como se
dijo antes. En buena medida, cada quien todavía mira para su lado y se planta
inmaduramente frente a las autoridades exigiendo, exigiendo y exigiendo, pero
sin disposición a dar y a sacrificar en la medida de lo justo y conveniente sus
parcelas de comodidad. Estamos acostumbrados a que se nos regale, pero no a
construir. Creemos que nos lo merecemos todo ofreciendo el mínimo esfuerzo y
siempre la culpa (o la solución) es del otro, especialmente un otro poderoso. La idea de que “yo” estoy
para que me resuelvan los problemas (o también para que me los “siembren”)
sigue viva en la cultura del venezolano. Tal y como sucede con el adolescente,
la culpa siempre es de los demás. Todavía no existe a gran escala una cultura
de la organización, la responsabilidad y el “nosotros”. Si así fuera, botar
basura en la calle, colocar música a todo volumen hasta altas horas de la
noche, conducir como me dé la gana serían conductas apenas existentes porque
entendería que no estoy solo, sino que soy parte de un colectivo, de una
ciudad, de un país que se ve afectado por lo que hago y que a su vez me afecta.
Sabemos que los
cambios profundos no se efectúan de la noche a la mañana sino que son procesos
largos y problemáticos donde hay mucho de sufrimiento, de caos, de
incertidumbre. Nada importante en la historia de la humanidad se ha alcanzado
dibujando una sonrisa bobalicona sino saliendo de los acostumbrados espacios de
comodidad. Para realizar las revoluciones colectivas tenemos que observar qué
tan revolucionarios somos en nosotros mismos, qué estamos dispuestos a cambiar,
cuánto sufrimiento somos capaces de tolerar, cuánta responsabilidad podemos
asumir. Estamos en un momento histórico maravilloso que requiere el concurso de
todos en lo individual y en lo social. Necesitamos estudiar más y participar
más; necesitamos más autocrítica. Creo firmemente que el ritmo de lo
revolucionario a gran escala se sostiene en buena medida en la metanoia individual.
JOSÉ MANUEL HERNÁNDEZ DÍAZ
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