CUANDO EL ODIO SE CONVIERTE EN FILOSOFÍA





¡Así cueste la muerte de miles de venezolanos, seguiremos luchando por una Venezuela de progreso y bienestar!
Lilian Tintori

Cuando el Comandante Chávez propuso en enero de 2007 la consigna “Patria, socialismo o muerte”, hacía un uso más que luminoso del castellano para establecer mediante una clara metáfora la diferencia entre la vida que propone a los hombres y mujeres de la patria el modelo profundamente humanista del socialismo bolivariano, y la desastrosa opción de la propuesta neoliberal que le presenta la derecha al país, que conduce de manera indefectible a la degradación de la vida toda de la sociedad y en definitiva a la muerte, mediante el flagelo de la exclusión y la miseria.

La derecha, neófita como es en asuntos del buen hablar (porque su preocupación se centra exclusivamente en la materialista aritmética del dinero), no sólo no supo leer correctamente el carácter enunciativo de ese lema sino que no comprendió jamás su contenido emancipador y propositivo. La alternativa era clara; optábamos por la vida o nos arrollaría la muerte de manera inexorable. Pero la oposición leyó que el Comandante hacía una exaltación del término, al que supuestamente colocaba como un valor inherente al proyecto. En un blog opositor (anónimo como suelen ser sus tribunas de aguerrida cobardía) se resume casi con precisión bíblica la idea que esa obtusa derecha captó del mensaje: « “O Muerte”. ¿La de quién? ¿la de nosotros los pitiyankees escuálidos fascistas oligarcas? ¿es posible. Pero en realidad creen que nosotros vamos a hacer fila para que nos metan en un horno y nos tuesten? ¿No han considerado que tal vez, dentro de esa aseveración de “muerte” también están incluidos sus hijos, hermanos, papás? (…) Yo les aseguro algo, ellos podrán ser “malandros”, “matones” y demás criminales, pero esos carajos no están listos para morir por Chávez. Esos carajos no están listos para que les maten un hijo en nombre de la revolución. Porque esos carajos no tienen ideales. »

A la larga, frente a la terca estupidez opositora y obligado por la dolorosa circunstancia de su enfermedad, el líder de la revolución chavista recomendó en julio de 2011 modificar la consigna para evolucionarla a una expresión más acorde con el mensaje de fe y de esperanza que correspondía en ese momento en virtud de sus problemas de salud. Fue así como propuso entonces la frase “Aquí no habrá muerte, tenemos que vivir y tenemos que vencer, por eso propongo otros lemas: Patria, socialista y victoria, ¡viviremos y venceremos!”

La propuesta del socialismo bolivariano ha sido pues desde siempre por la vida.

El primer plan socialista de la nación, el llamado Plan Simón Bolívar, consagra en su capítulo primero “la nueva ética socialista”, consistente en: “…una ética exclusiva de una sociedad pluralista que asume como propios un conjunto de valores y principios que pueden y deben ser universalizables porque desarrollan y ponen en marcha la fuerza humanizadora que va a convertir a los hombres en personas y ciudadanos justos, solidarios y felices. Todos los venezolanos están llamados a ser protagonistas en la construcción de una sociedad más humana. Esto nos lo dice el preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela; refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica, pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común…”

En ese mismo sentido se recoge el espíritu humanista del socialismo bolivariano en el Plan de la Patria, segundo plan socialista de la nación, así como en todos y cada uno de los documentos que el intenso debate ideológico que la revolución ha adelantado. Sin contar las miles de horas de transmisión usadas por el Comandante Eterno en sus comparecencias públicas, así como la inmensa cantidad de tiempo que el presidente Nicolás Maduro le ha dedicado a ese tema en sus primeros dos años de gobierno.

Pero la oposición, en particular el opositor de a pie, a medida que el discurso revolucionario profundiza su acento en la necesidad de la paz y de la tolerancia como única opción para asegurar efectivamente la estabilidad democrática del país, radicaliza cada vez más su desprecio hacia el que considera su contrario político, determinado arbitrariamente por él básicamente a partir de su condición de clase.

Más allá del lamentable uso del lenguaje profusamente escatológico al que recurre el opositor promedio para referirse al chavismo y a todo lo que con ello tenga que ver, o a la insustancialidad o vaciedad ideológica que por lo general expresa, la invariable constante de su argumentación es el odio, ya no como una patología sicológica sino como un constructo de tipo ideológico.

De acuerdo con la sicología, el odio es un sentimiento “profundo y duradero, intensa expresión de animosidad, ira y hostilidad hacia una persona, grupo u objeto”, considerado más una conducta aprendida que una respuesta eventual en virtud de su prolongación en el tiempo.

Freud habla incluso de “un estado del yo que busca destruir la fuente de su infelicidad”, con lo cual lo coloca en una condición reactiva, que procura deshacerse de aquello a lo que le tiene rabia una persona, ya sea por una causa o por otra. De ahí que cuando se trate de una cantidad de individuos que odian a un mismo objeto, persona o grupo, podría decirse que el odio sirve para reafirmar el sentido de pertenencia a esa causa, esa ideología, o hasta esa filosofía para destruir entre todos a la persona o grupo que se odia en conjunto, como es perfectamente evidente en la conducta común del antichavismo.

La falta de una ideología propia que referencie el discurso opositor, más allá de la constante e insustancial acusación contra el chavismo, es el caldo de cultivo para la proliferación de sentimientos irracionales de reacción que invaden el alma del militante opositor, basados fundamentalmente en el odio y el deseo de muerte hacia el chavista, porque desde la lógica del capitalismo el odio es el generador de la violencia que requiere el modelo dominante para su perpetuación.

El “crimen de odio”, como se le conoce a esa violencia contra las personas por su raza, credo religioso, tendencia política o de clase, entre otros, ha sido desde tiempos inmemoriales un aspecto de difícil solución en las sociedades regidas por el imperio de las Leyes, cuyo deber es velar principalmente por la preservación de la integridad de las personas y de los bienes y no de las áreas difusas de los intereses grupales de naturaleza ideológica. El régimen nazi, por ejemplo, pudo ser juzgado no por sus ideas de segregación racial, sino por los crímenes que en nombre de ellas cometió.

Penalizar el odio es un arma de doble filo para un establishment que cada día ve más en riesgo su sostenibilidad, tal como sucede hoy en los Estados Unidos donde las Leyes contra los crímenes de odio (como la Ley para la Prevención de Crímenes de Odio Shepard y Bird) aun cuando están vigentes desde hace más de veinte años, no son usadas en ninguno de los crímenes raciales que a diarios se cometen en esa nación. Penalizar el odio sería atentar contra el modelo hegemónico que de él depende.

La alarmante profusión de asesinatos de líderes revolucionarios, escoltas de figuras prominentes de la revolución, de funcionarios de la Fuerza Armada Bolivariana, tanto activos como en retiro, así como de hombres y mujeres del pueblo que son sorprendidos por ráfagas absurdas de balas sin sentido, da cuenta de la progresión de una forma de hacer política nunca antes vista en el país, que alcanza ya visos de cultura de la muerte como recurso de quienes pretenden el poder a la fuerza sin el más mínimo respeto por la vida de ese mismo ser humano al que le piden su apoyo electoral.

Para la oposición, pedir la muerte de los venezolanos para satisfacer sus desquiciados proyectos de reinstauración del neoliberalismo en el país, no es ya una propuesta criminal sino una frívola declaración de fe que en el lenguaje de la publicidad, vendría a ser algo así como aquel “Como si nada” de los champús de las pelo lindo.

El odio es así no solo una forma de repudio expresado por una clase arrogante y testaruda contra el pueblo, sino una peligrosa filosofía de la degradación humana, asociada al capitalismo y a su sistemático desprecio por la vida.


Alberto Aranguibel B.
@SoyAranguibel
HTTP://soyaranguibel.com

Publicado el 29 junio, 2015 en Correo del Orinoco

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