SOBRE EL DESABASTECIMIENTO



En Venezuela, desde hace varios años, los grandes poderes económicos han lucido un talento notable para instalar el terror en los ciudadanos. Con una efectividad envidiable, generan condiciones subrepticias y emociones colectivas, basados principalmente en dar por sentado una ambigüedad económica. El patrón es simple y desconcertante. Estos sectores aprovechan la fricción política e ideológica entre la oposición y el chavismo para proyectar al país como un escenario bélico; hay que entender que una guerra implícita y así de anticipada, es más fácil provocarla y mantenerla mediáticamente. Interesa a esta virtualidad rebasar las fronteras, conservar la atención mundial sobre el “fracaso” de la Revolución Bolivariana para confirmar que es el modelo del capital y no el social el que debe permanecer, lo cual autoriza a los Estados del mundo a controlar y reprimir posibles revoluciones en el seno de sus sociedades. De hecho, no hay “estado de guerra” virtual más publicitado y reforzado que el de Venezuela en estos últimos 14 años.
De más está decir que los reflejos son competencia de los instintos, Estado Mayor de la sobrevivencia de cualquier especie. Así, el objeto de esta guerra económica consiste en generar un atentado encubierto contra los estadios básicos de la sobrevivencia y reflejarlo como fracaso político, económico e ideológico de la Revolución, que invierte parte de su energía en desmontar y depurar constantemente esos discursos. Como quiera que sea, la unión explícita de estos sectores –económico-mediático–, da como resultado una sociedad anónima del terror (ni tan anónima) y se constituyen como un exitoso laboratorio de conductas humanas. Exitoso porque no cabe duda de lo eficaces que han sido en sus objetivos, el de instalar, como llama Eliades Acosta, “la edad de la ansiedad”.
En este sentido, la atmósfera en Venezuela no solo es tragicómica sino compuesta: tiene las características psicológicas de un país que limita con la guerra civil, la guerra fría y la postguerra. Una de las particularidades de los períodos de guerra es precisamente aquella que suspende el derecho a la vida, la fe en lo humano y en sus capacidades intelectuales. La guerra misma autoriza la legalidad de lo que Jung denominó las sombras colectivas. Una suerte de primitivismo comienza a ganar espacio en las relaciones entre los venezolanos; casi todas nuestras maneras han sido corroídas por el odio, la intolerancia, la rabia, la obcecación. El peligro visible de esta guerra psicológica e implosiva consiste precisamente en desconectarnos de lo racional, su gran probabilidad de generar una necesidad de catarsis, cuyo odio solo apacigua la muerte y el exterminio del otro. Expresiones como: “Venezuela del sur y Venezuela del norte” comienzan a propagarse entre los jóvenes. Es un fenómeno tan sorprendente que sería un argumento oportuno para la literatura de ciencia ficción del siglo XXI.
En este momento, para el venezolano de a pie, el estante representa la realidad inmediata y cautiva una lectura refleja de la realidad. Términos como desestabilización, desabastecimiento, acaparamiento, entre otros, se confunden en el diálogo cotidiano y violentan la vida diaria, pero sobre todo, visibilizan nuestra vulnerabilidad. Pero, ¿vulnerables en qué?
Tomemos la harina como ejemplo. Desaparece la harina. Millones de usuarios bailamos al ritmo del pánico. Salimos a la calle aturdidos e indignados. Nos dirigimos al supermercado en un galope histérico y antiestético. Hacemos la cola (muchas veces tenemos harina, pero hacemos la cola). El rumor de la escasez saca de nosotros la usura y acto seguido nos llevamos a los hijos, los hermanos, sobrinos, para que cada uno compre dos paquetes de harina precocida. La harina no había sido tan cotizada; las grandes cadenas de medios de comunicación cubren la noticia, la harina atraviesa la alfombra roja de la escasez venezolana, todo el mundo la busca, los especuladores salivan y asedian en las esquinas de las ciudades, incluso los bodegueros compran la harina en Mercal y la venden por encima del costo, los opositores culpan a Fidel Castro, los chavistas se resienten, los venezolanos en Miami declaran el desmoronamiento del país, y así sucesivamente en el clímax de un circo pintoresco y monótono.
Dos cosas, quizás tres. A pesar de todos los esfuerzos de la Revolución Bolivariana, seguimos siendo susceptibles en términos productivos. Esto demuestra que el reinado económico de estos sectores aún no tiene una amplia competencia, de lo contrario, pensarían dos veces retirar de los supermercados los productos de la cesta básica. Lo que ahora les genera una rentabilidad política, en caso contrario significaría una estrepitosa pérdida de dividendos. El Estado bolivariano está obligado a emprender de forma radical los procesos de producción que garanticen, a gran escala, los insumos básicos con los cuales los poderes económicos juegan a quitar y poner.
Pero además, nos arroja una segunda vulnerabilidad. Y es que esta situación pone a prueba nuestra capacidad inventiva.
La psicología del estante paraliza todas nuestras facultades. La falta de un producto determinado estremece la rutina social, inmoviliza toda suerte de creatividad para vivir, mordemos el anzuelo de los atentados económicos y perdemos la cabeza en colas aparatosas. Perdemos de vista cualquier otra alternativa y olvidamos las bondades de la tierra, lo cual demuestra un tercer problema, que tampoco estamos preparados para vivir otra dinámica que no sea la del mercado. ¿Dónde queda la yuca, el maíz molido, el ocumo, la auyama, el plátano?
El síndrome del estante vacío debe provocar el mismo impacto para revisar nuestras costumbres y nuestra capacidad creadora para vivir.
Pero en una sociedad como la nuestra, donde los venezolanos nos hemos convertido en los receptores voraces y prolijos de todo tipo de marketing, la negación mínima de consumo paraliza todo acontecer cotidiano. La compra prevalece como síntoma de salud social, mientras que aquello que me vincule como ser creador y productor de aquello que consumo, pasa inmediatamente al terreno del retraso, del tabú de la izquierda, de lo poco moderno y en delante de una combinación de conceptos estrambóticos y temerarios. Por encima de todo, la cola es cultural. Somos los mismos venezolanos que nos pisamos los callos en colas para comprar cualquier hueso que tire el mercado.
La lucha no debe concebirse ni siquiera contra estos productos a los cuales sin duda alguna tenemos derecho. Se trata de poner en cuestión nuestra vulnerabilidad y dependencia. Dentro de todo aquello que consumimos solo hay cabida para objetos “esquizofuncionales”, tal como diría Baudrillard. Cada vez son menos los objetos que suponen la catarsis del autosustento y lo creativo.
Necesariamente el venezolano debe entrar al siglo XXI con una comprensión, al menos básica, de lo que significa la multiplicación de la especie y su sostenibilidad. No es que “hay mucha gente”; es que somos muchos. Cada vez somos más y más, y culturalmente somos el triple, consumimos con la capacidad de tres personas.
Es la hora de que radicalicemos los procesos de producción e impongamos contundentes sanciones a quienes deliberadamente juegan con nuestra economía. Pero también de que los ciudadanos dejemos de ser los monos de este circo económico, y mitiguemos los efectos del espectáculo donde cobramos la entrada y la pagamos.
SOL LINARES

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