CON NOVEDAD EN EL FRENTE

A la guerra nos acercamos por la literatura, la pintura, la fotografía, la cinematografía, los ensayos, pero siempre viviéndola de lejos. Tengo un primer recuerdo, con la gesta independentista narrada en Venezuela Heroica. Luego las novelas trasladándonos a escenarios en diferentes espacios y tiempos. Los diarios, las cartas de combatientes, víctimas y sobrevivientes, los relatos de los veteranos que hablan de sus miserias y los efectos psicológicos y físicos del combate; los ensayos cuyos autores nos hablan con la frialdad del análisis acerca de causas y estadísticas. Así nos tropezamos con el sufrimiento, la crueldad y la violencia de las armas y por qué no decirlo, de los discursos. No olvidemos que en esta aproximación a la guerra siempre hay un artificio que vela la realidad.

Sin embargo, recurro a esas fuentes para pensar en lo que acontece en Venezuela. De allí, el título de este texto, recordando a Pablo, ese joven soldado, el personaje de una de las primeras novelas que leí, titulada: Sin Novedad en el Frente, del escritor Erich Marie Remarque. En ella expone el horror de las trincheras, el sin sentido de la guerra, tal como fue la Primera Guerra Mundial. Tomo de allí una frase: “Veo cómo los más ilustres cerebros inventan armas y frases para hacer posible todo esto durante más tiempo y con mayor refinamiento”.

¿ Y que es “ese todo esto” al que se refiere Remarque? Son los efectos de una guerra en el más amplio sentido, económico, social, político, moral y al enorme monto de sufrimiento infringido a todos y todas los habitantes de un país.

¿ Es que alguna vez pensamos en una Venezuela en guerra? ¿Qué el siglo XXI nos deparaba tal destino? ¿Teníamos acaso, la medida de lo que implica insistir en la Soberanía ante la fuerza y la arbitrariedad de un imperio? Resuenan las palabras del Presidente Chávez advirtiéndonos que no sería fácil. Y todos los días comprobamos que se trata de una tarea dura, ardua.

El proceso bolivariano selló su destino cuando votamos por la Constitución del 99 y comenzamos un camino de búsqueda de soberanía e independencia dentro del concierto de las naciones. Desde ese momento enfrentamos veladas amenazas, concretadas muchas veces en la forma de golpe de estado con sabotaje petrolero. Y aún así, de la mano del Presidente Chávez con el concurso de muchos, se construyó y se sanaron heridas, pagándose algo de la deuda social, avanzando en la sociedad de derechos y de justicia. Pero la reacción no ha esperado para emprender la destrucción de lo logrado. A medida que transcurren los años se pasó de la amenaza a la guerra.
Esta guerra híbrida, guerra integral que son algunos de los nombres que sirven para clasificarla, no se corresponde con el imaginario que construimos de la guerra. ¿Dónde están las imágenes que una y otra vez nos muestran las películas y los noticieros? La angustia, los cuerpos desmembrados, la devastación y la muerte. Con una mirada superficial no las captamos, algunos no lo creen, pero sus efectos los vivimos y sufrimos todos los días. Se trata sin duda, de una guerra; apoyada además, en los adelantos tecnológicos de la comunicación y con un arma muy poderosa, muy dañina: las operaciones psicológicas.

¿Acaso se anunció el inicio de la guerra con una declaración? Una mirada retrospectiva nos lleva al año 2013, en medio del profundo duelo por la muerte del Presidente Chávez, realizadas las elecciones y el reconocimiento del Presidente Nicolás Maduro, el enemigo de múltiples caras, afinó lo que sería una de las armas de esta guerra: la escasez inducida. La falta de un producto necesario se acompañaba con una cantinela: “no hay, pero tenemos Patria” . Y eso fue un signo de una de muchas operaciones psicológicas, muy bien estudiadas, dirigidas y orquestadas para inducir la tristeza, la desesperanza, la sensación de que todo acabó. Y sin embargo, de allí nos levantamos.

Otra fecha: Obama anuncia, sin ocultar nada, la necesidad de “torcer el brazo” a los países díscolos, y para rematar, en el año 2015 declaró a “Venezuela una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad de los Estados Unidos”. Con ello abrió un frente de guerra a una nación que históricamente nunca ha constituido un peligro para otra. A menos que se considere peligroso la resistencia y el ejemplo de lucha por nuestra soberanía.

Después, las sucesivas declaraciones y acciones de distintos representantes del gobierno estadounidense confirmaron que se nos ha declarado la guerra. Recordemos uno de ellos. En octubre de 2018, quien alguna vez fuera embajador de Estados Unidos en Venezuela, W. Brownfield en una entrevista anunció el plan para rendir por hambre al pueblo de Venezuela. Resumiendo su respuesta, le escuchamos afirmar como al sancionar a PDVSA y cortar los ingresos para el pueblo venezolano se produciría un impacto al ciudadano común y corriente de las comunidades. Reconoció, ante el entrevistador, que “…ya los ciudadanos sufren tanto por la falta de alimentación, seguridad, medicina, de salud pública, que la mejor resolución (de parte de los Estados Unidos), seria acelerar el colapso aunque produzca un período de sufrimiento mayor por un período de meses o quizás años”.

Esta declaración, no sorprende y es una confirmación de las frases con las cuales, el general Smedley Butler (1881-1940) Mayor General del Cuerpo de Infantería de la Marina de Estados Unidos abre el primer capítulo de su libro publicado en 1935, War is a Racket: “La guerra es el tipo de estafa más antiguo, sobradamente el más lucrativo, seguramente el más perverso. Es el único de alcance internacional. Es el único en el que las utilidades se calculan en dólares y las pérdidas en vidas humanas”.

Se trata entonces de generar el mayor sufrimiento, la mayor pérdida en vidas humanas. Y en esta guerra ¿cuáles son las pérdidas, dónde están las bajas? Ya dijimos que los efectos abarcan lo económico, lo político, lo social, lo moral, lo afectivo. Las enormes pérdidas en el campo de lo económico y financiero producto de bloqueos, las mal llamadas sanciones, de medidas que imposibilitan exportar y comercializar nuestros recursos naturales y la adquisición de alimentos, medicinas, repuestos, y otros elementos de primera necesidad, todo ello incide en la buena marcha del país y afecta directamente la vida de cada venezolano, en su cuerpo, mente y espíritu. Allí están las bajas.

¿Cómo se sienten los responsables y los beneficiarios de las Misiones cuando ven reducir sus presupuestos y disminuir su eficiencia? ¿Qué siente una familia al verse imposibilitada de conseguir las medicinas que alivien el dolor o aseguren la curación de una enfermedad , debiendo enfrentar a la posibilidad de la muerte por falta de la medicina, la operación, el trasplante de un órgano vital? Las familias, los sobrevivientes siendo víctimas quedan marcadas para siempre, no solo por la pérdida de vidas, sino por los sentimientos de frustración y rabia, la sensación de inhibición ante la lucha, la desconfianza ante el poder público. El resultado es perder no solo vidas humanas valiosas, sino también a militantes.

Qué sentimientos invaden a una madre o un padre cuando los ingresos no alcanzan, para adquirir lo necesario, y aunque el Estado ha hecho un enorme esfuerzo en el campo de la alimentación, sabemos que no es suficiente para lentificar la aparición de la desnutrición infantil, algo que había sido superado en la década pasada con las misiones socialistas y la política de desarrollo social integral. Y qué decir de los servicios, de la energía, del agua que requieren de mantenimiento y repuestos adquiridos fuera del país. Con las medidas coercitivas unilaterales adoptadas por Estados Unidos y varios gobiernos y el recorte de los presupuestos necesarios, las posibilidades de modernizarlos se alejan.

Y qué pensará el campesino que ve perder la cosecha porque no hay gasolina para transportar el producto de la tierra, fruto de un gran esfuerzo, Y aquellos que pierden alimentos por fallas en la cadena de refrigeración. Y así sucesivamente. Es el ataque a la vida. Por más que las palabras y los discursos nos animen y contribuyan a darnos fuerzas en la lucha, es por allí que entran con fuerza las operaciones psicológicas provocando el desaliento, apuntando a que se pierda la esperanza y la confianza, borrando toda proyección de futuro. Eso es un gran peligro.

Algo que decir en el plano de lo moral. Recuerdo el diálogo entre dos personajes, mujeres, de una de esas películas que relatan las condiciones de la vida cotidiana bajo la ocupación alemana en la II Guerra Mundial. Una le dice a la otra: “mis padres, sobrevivientes de la I Guerra decían, si quieres saber cómo es la gente, empieza una guerra”. Entonces, en una guerra - aunque sea sin cañones ni bombardeos, hay un cultivo para la ambición de la ganancia desmedida, la exhibición frente a quienes tienen que contar hasta el último centavo para comprar el alimento o la medicina. Se abre paso a una cultura del aprovechamiento, la corrupción, la impunidad y la muerte. En ese rio revuelto se desliza aquello contra lo que hemos luchado, la injusticia, la pérdida de la solidaridad, el uso desmedido de la fuerza de seguridad, el sicariato y el paramilitarismo. Ni que decir del sabotaje y el terrorismo.

Pero la condición de guerra, si bien nos ha traído sufrimiento, dolores, miedo, angustia, también nos ha enseñado la paciencia requerida para sembrar algo y verlo crecer, la fuerza de la lucha, el insistir contra los obstáculos hasta vencer, la resistencia, la disciplina y la solidaridad. También algo inestimable, nos ha dejado ver el rostro del heroísmo. La esperanza está en la realidad ineludible de lo colectivo, del trabajar y producir en la base del poder popular.

María Antonieta Izaguirre


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