EL ODIO



1
Ayer, en una humilde y casi vacía funeraria caraqueña se llevó a cabo el velorio de Orlando Figuera, el joven que fue golpeado, apuñaleado y quemado vivo, el 20 de mayo, en una marcha opositora en los alrededores de Altamira. Sin duda uno de los crímenes de odio más grotescos que hayamos presenciado en la última década. Ante el abominable asesinato los dirigentes opositores, autores de las revueltas callejeras, incluyendo ésta que segó la vida de Figuera, han guardado un escandaloso silencio. En las redes sociales, por contraste, circula la imagen de su cuerpo en llamas atravesando casi invicto la indiferencia de la muchedumbre. Su cuerpo lastimado que no advertía los últimos golpes que los cobardes atestaban en vano a su terquedad de vivir. Y con esa imagen viajan comentarios que dicen el horror, la inhumanidad y lo que es aún peor, la falacia. Se ha dicho que el motivo de la furia fue la sospecha de que era chavista. ¿Importa si lo era? Un periodista, alarmado, recomendaba en sus redes sociales averiguar antes afiliación política para no cometer estos errores. Semejante apología al crimen expresa lo poco que podemos llegar a ser cuando abandonamos la responsabilidad de pensar. “¿Quién lo manda a ir a esas marchas?” dijo otro connotado. Pero el “error” de Orlando no fue precisamente parecer lo que no era o haber estado en el lugar y momento equivocado, sino el hecho involuntario de ser pobre y “negro”. Dígase lo que se diga, nada borrará la verdad: quienes lo mataron, digo bien, sus verdugos, sus espectadores, quienes callan para no celebrar y quienes rebuscan razones para lo injustificable; no podrán ocultar el profundo contenido racista de esta atrocidad. El linchamiento de Figuera es sintomático de un primitivismo social que está lejos de ser superado por la humanidad, ciertamente, pero que no actúa por determinismo sino bajo condiciones muy puntuales. La derecha ha empleado sofisticadas estrategias de propaganda de guerra que naturalizan la violencia fratricida, el racismo y el odio de clase.

2
Sí. Venezuela es quizá el laboratorio moderno donde se han puesto en práctica todas las técnicas para envilecer al ser humano. Hoy vemos sus malditos frutos. En un poema titulado “El odio” Enriqueta Arvelo Larriva dice:

No quiero mirar ese sitio
ahí está el odio.
Tiene los ojos curtidos
de mal fuego.
Lo esquivo.
No quiero saber siquiera
como hace sus incendios.
No quiero ver su factoría.
Le rehúyo abiertamente.
Y yo no soy su blanco

Hoy, lamentablemente, todos somos su blanco. Ahora, salvo hacia este poema, no hay donde huir.

3
¿Que quedará de Figuera? ¿Los formularios forenses que sirven para sepultarlo? ¿Las maniobras de la prensa que distraen de su sepulcro? ¿El mutis de los dirigentes de la barbarie, su tumba tormentosa? ¿La insólita actuación de la fiscal negándole el derecho a ser reconocido como víctima del odio político y racial? Nada de eso. Ese cuerpo en llamas se niega a ser sepultado. Ese cuerpo atravesará nuestra historia como un incendio y avergonzará a este país para siempre porque a diferencia de sus verdugos y cómplices, luchó por la vida sin transgredirla. No. Ni los papeles forenses, ni la indolente fiscal, ni el silencio hipócrita, ni las lágrimas de los conmovidos, darán cuenta del significado de este cuerpo que no se dejó derribar, ni humillar por el monstruo humano. Que su vitalismo sea nuestro ardimiento incurable. Que nos arda la conciencia, el verbo y el alma nacional hasta que cese el odio o nos volvamos su ceniza. Digamos amén.
Laura Antillano
Escritora

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